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Palabras del "señor cura"

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miércoles, 26 de septiembre de 2007

Juan de Dios Bustos Vega- director de la antigua Escuela de Hombres de Curanipe

Juan de Dios Bustos i Vega y Ernestina Muñoz i Mora

Juan de Dios el Primero conoció a Ernestina por allá por 1880 y tantos; hacía él de monaguillo de don Lorenzo José Mora Espinosa, teniente-cura en Curanipe y hermano de doña Mercedes.

María Mercedes, Lorenzo José y sus hermanos habían nacido en San Juan, Argentina y escapando de las revoluciones de mediados del siglo XIX llegaron hasta donde sus lejanos parientes chilenos, conseguidos y hechos por sus mayores en los viajes de ida y venida en tiempos de las guerras de la Independencia.

Su padre José Domingo Mora junto a su hermano y familia cabalgando media Argentina y otro tanto Chile en un viaje de miles de kilómetros que aún hoy en día sería épico, en caravanas de mulas cruzaron la cordillera para radicarse en Chanco y Cauquenes, ciudad en donde se conservó el apellido.

La línea de José Domingo sólo se ha perpetuado casi olvidada por sus descendientes a través de los Bustos de Curanipe; lejanas y abandonadas quedaron sus tierras y su casa en la plaza principal del San Juan de los tiempos de Sarmiento, desaparecidas todas bajo la avalancha de los seis millones de inmigrantes de fines del siglo XIX e inicios del XX.

Unas niñas de veraneo

Las niñas Muñoz Mora eran enviadas a veranear a Curanipe a la casa de su tío el cura. Ernestina, “la negrita” y en ese entonces de catorce años se enamoró de Juan de Dios de diecisiete y conquistándolo “pues era la más simpática” al año siguiente casaron y el cura le regaló a su preferida diez cuadras cerca de la Iglesia de Chanco.

Fue en esos días que Juan de Dios trabajó algún tiempo con un pastelero francés de Concepción, amigo de su cuñado Luis Maximiliano y luego de volver desde el sur a Chanco, conociendo el arte del agrimensor a través de su suegro Juan Crisóstomo a quien le había llegado el oficio a través de los “piratas franceses” que “sabían hacer quesos y medir campos” y por ser alguno de sus muchos descendientes, se dedicó algún tiempo a medir tierras.

Cuenta el libro parroquial que doña María Mercedes y su esposo casaron también con dispensa del obispo pues era su pariente, un “Espinosa”.

Chile central, endogámico e incestuoso, “Si el Señor viera sus cruzas los acabaría a todos” se solía escuchar entre los frailes.

¿En qué estaba?

La abuelita Ernestina la Primera tuvo nueve hijos, de los cuales sólo tres vieron la edad adulta, los otros murieron de tuberculosis, tifus y otras pestes de esas que difícilmente tenían cura en esos tiempos.

Cuentan que era tal el amor que sentía por su marido, que una vez “enferma de debilidad tanto parir” y pese a que el médico les indicó que debían separarse por algún tiempo pues su cuerpo ya no soportaría otro embarazo, ella negándose decidió permanecer a su lado. Murió a los treinta y siete años.

Su tumba al igual que la de muchos de los nuestros desapareció una vez el guardián del cementerio uno llamado “Juan del Oro”, antiguo molinero abandonando su molino del río La Dama y cambiado de oficio por azar del destino, fue encargado por el cura de desmalezar el camposanto.

Deseoso de terminar luego el encargo para ir a empinar el codo allá con los amigos y pareciéndole más rápido y conveniente, fue en pegándole fuego y éste voraz no respetando a la memoria de los fallecidos ni a sus cruces, acabó con ellas y enrejados y con las verjas de las orillas, llevándose el viento junto al humo toda señal de sus moradas.

Cuando el cura visitó el lugar no pudo saber dónde comenzaba el camino y dónde el cementerio o la loma del vecino, aprovechando el desbarajuste dicen que corrió el cerco unos cuantos metros, aumentando por esas cosas y regalos que da la vida el espacio para difuntos y loado sea Dios.


Juan el Primero


Fue así que a los cuarenta y uno, Juan de Dios quedó viudo y una nueva vida comenzando.

Profesor normalista, juez de subdelegación, sub-delegado, tesorero, oficial civil, director de la escuela, católico y radical, benefactor de su pueblo y filántropo pese a que no era hombre rico.

Regaló calles, postes para el alumbrado público, vendió terrenos a precio regalado “para que se poblara el pueblo”, empujando junto al cura y otros preclaros vecinos toda clases de comités para lograr adelantos: “motores para tener luz”, caminos y otros civismos varios.

Formó en sus tiempos de maestro de escuela a niños que desde el cuarto año de primaria ingresaban directamente al liceo y luego a la universidad, ejemplo de capacidad y entrega para los fracasados sistemas educativos modernos, sus miembros y mentores.

Una vez pasaron los años y las tristezas fueron atemperadas por una mujer que le dio otros dos niños que no llevaron su apellido y la que a su vez tuvo otros con un señor de Cauquenes; casó con doña Mercedes Peñailillo Leal, señorita de Pelluhue con la que no tuvo hijos pues el que fue engendrado murió antes de nacer en el vientre ya viejo de su madre cuarentona.

Su edad mayor la pasó cuidando sus tierras y cosechas, plantando pinos en aquellos años en que hacerlo era de locos, cazando alguna que otra perdiz junto a Nerón su gigantesco perro gran danés y con “Cachi”, su “mozo de campo” que algunos dicen que era hijo engendrado con una su sirvienta; durmiendo la siesta entre los arbustos antes de volver a la misa de la tarde y luego al “guiso de viernes” y hasta mañana.

Cuando Juan de Dios el Primero sintió que se le acababan los años le devolvió bienes, casa y tierras que había aportado a la que había sido su segunda esposa, asegurándole así sus años por venir a la que siempre fue despreciada por la familia por no haberle dado descendencia. Gesto que ennoblece a un anciano que en ese entonces llegaba a los ochenta y cinco años.

El abogado y ex diputado radical Alberto Naudon fue quien redactó el testamento en donde distribuyó sus bienes que en verdad no eran muchos, algunas decenas de cuadras por aquí y otras por allá, algunas casas y ninguna deuda.

Hoy descansa en un nicho del Cementerio de Cauquenes junto a su hijo Luis Alcibíades y a su nuera Blanca Soriano Ranking oriunda de Osorno, descendiente de un ingeniero ruso constructor de líneas férreas entre Chile y Bolivia que murió en un descarrile de trenes que dejó grandes llantos y mortandades y una hija del cacique de Piedrazul en Chiloé.

Los vecinos del pueblo apenas fallecido solicitaron se le dedicara una calle y una placa de bronce en la escuela-internado recordaba su nombre hasta los años ochentas y la que desapareció en alguna remodelación realizada por algún tunantillo de esos que hoy llaman “alcaldes”.





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